Es bueno saber, pues, que esta carta se dirige a hombres conocedores del Antigüo Testamento muy posiblemente eran sacerdotes judíos convertidos a Cristo, que atravesaban entonces una crisis seria. Pues, hasta ese momento, por ser sacerdotes, el Templo había sido su razón de ser; ofrecían los sacrificios y recibían como pago una parte de los animales sacrificados. Pero ahora no solamente habían sido excluidos y alejados del templo por los judíos, sino que Cristo los había sustituido. Al venir él como Nuevo Templo, y víctima perfecta, agradable a Dios, como el único Sacerdote que puede poner a los hombres en contacto con Dios, Cristo les había quitado su trabajo y su razón de ser. En ciertos momentos ellos, que habían conocido a Jesús como hombre, dudaban: ¿así, pues, realmente había cambiado todo a causa de él?
Para confirmarlos en la fe, la presente carta les demuestra que la religión judía, con sus espléndidos sacrificios en el Templo de Jerusalén, era solamente la figura de algo más grande: el verdadero Sacerdote para toda la humanidad es Jesús, Hijo de Dios, y ahora no hay más sacrificio que el suyo, que empieza en la cruz y se termina en la Gloria del Cielo.
¿No habrá también muchos “hebreos” en el mundo presente? Enfermos que ya no tienen esperanza, militantes perseguidos, hombres buenos que no aceptan las injusticias y la mediocridad de la sociedad en que vivimos. Estos, aunque no comprenden todos los planteamientos y citas bíblicas de la presente carta, se sentirán por ella animados en su fe.
Esta carta fue escrita desde Roma, tal vez en el año 66, cuando se acercaba la guerra en que fue destruida Jerusalén. Eran los últimos meses de la vida de Pablo, encarcelado en Roma por segunda vez. En muchos lugares refleja su pensamiento, pero él no la escribió. Muy posiblemente, su autor es Apolo, mencionado en los Hechos 18,24-28, “hombre muy conocedor de las Escrituras” y que “demostraba por las Escrituras (la Biblia del Antigüo Testamento) que Jesús es el Mesías”.
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