Jesús había anunciado el evangelio al pueblo judío como una respuesta a las grandes inquietudes de ese pueblo. La predicación del reino de Dios no se limitaba a una “salvación de las almas”. No desconocía las aspiraciones colectivas de toda la Historia Sagrada, sino que las orientaba hacia una misión más universal. Jesús venía como Salvador del pueblo judío.
Ahora bien, para que el evangelio fuera recibido por los pueblos riegos del Imperio Romano, era necesario que fuera Buena Noticias también para ellos. Pero vivían amparados por las estructuras fuertes de una sociedad que nadie pensaba cambiar seriamente y permanecían muy ajenos a las esperanzas judías. En cambio, aspiraban a esa transformación y renovación del creyente, que es fruto de su fe en Cristo. Pues hasta ese momento vivían convencidos de que no podían escapar a un destino ciego; les parecía imposible superar la corrupción universal; nadie les había aclarado el porqué de los conflictos que llevamos adentro.
En esta carta a la comunidad de Roma, capital del Imperio, Pablo presenta todo el mensaje de salvación como una respuesta a las inquietudes de los griegos, pero sin desconocer las de los judíos (pues también había en la comunidad de Roma).
La Salvación, dice Pablo, es una liberación de la persona humana, y nos salvamos al descubrir el amor de Dios en la Muerte y la Resurrección de Jesús, su Hijo.
La división interior que experimenta cada uno en sus conciencia, y la división entre los hombres son manifestaciones diversas de un mal profundo y universal que Pablo llama el Pecado. El hombre desearía sanar de su mal, pero le falta la llave para comprenderse a sí mismo: está hecho para compartir la vida de Dios y, mientras no lo alcance, seguirá con sus males, que provienen de una rebeldía inconsciente o abierta contra Dios.
Bien es verdad que muchas personas que no creen en Cristo se esfuerzan por vivir en forma correcta. Ya antes de Cristo, la Biblia indicaba un camino de justicia que muchos trataban de seguir. Pero, dice Pablo, mientras el hombre piensa hacerse “justo” por sus obras y prácticas y cree en sus propios méritos, no da cabida a la única fuerza que lo puede liberar y que es el amor misericordioso de Dios.
¿Cómo entrará el hombre en ese mundo de Dios que es amor? Dios le tiene su mano y le enseña el amor. Jesús viene a salvarnos y los crucificamos, y en esto mismo Dios demuestra hasta dónde nos ama y nos perdona.
El que mira a Cristo y cree en este gesto de amor consigue la liberación ofrecida por Dios, y hablo enfatiza las consecuencias inesperadas de esta fe: Dios nos hace hijos suyos a los que su Espíritu guía y anima.
El creyente se ve liberando de sus cadenas y de sus debilidades porque sabe amar.
Pablo no presenta ningún programa de renovación social, pero nos pone un ejemplo en las últimas páginas de esta carta al mostrar cómo una comunidad logra unión y fraternidad a partir de un esfuerzo de comprensión mutua, tratando cada uno de dar el primer paso.
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